Por Antonio Cruz.
La materia inerte nunca logra copias de sí misma por muchos miles de millones de años de tiempo que se le conceda. ¿Cómo se puede creer que la materia sea capaz de evolucionar hasta formar seres vivos? El paso de lo muerto a lo vivo no lo puede dar nadie en este mundo, a excepción del Señor Jesucristo. La extraordinaria complejidad del microorganismo más simple que existe, una bacteria, constituye la principal piedra de tropiezo para dar semejante paso. Para llegar desde los elementos químicos sueltos a cualquier bacteria hay miles de pasos que dar por un camino que se corta en el abismo de la ignorancia y la imposibilidad.
Una de las grandes paradojas que cruzan este camino es la universalidad del ADN y del código genético. Para pasar del idioma del ácido desoxirribonucleico (… AGAAAGACCCGT …) al de las proteínas (… serina-fenilalanina-triptófano-alanina …) se requiere una especie de diccionario traductor que es el código genético. Pues bien, resulta que en todos los seres vivos de este planeta se usa el mismo diccionario. Esta es la tremenda paradoja que trae de cabeza a los científicos. No existe ninguna razón para que cada tres letras del ADN formen el mismo aminoácido de las proteínas en todas las células vivas. Por ejemplo, el triplete TCA sintetiza serina en todos los animales y plantas. ¿Qué significa esta misteriosa universalidad del código genético? Solo puede querer decir una cosa, que todos los seres vivos de la Tierra provienen de un mismo diseño original.
Semejante diccionario traductor funciona gracias a la existencia de una veintena de proteínas, las llamadas aminoaciltRNA sintetasas, cuya existencia no sería posible si, a su vez, no existiera la información para fabricarlas que existe en unos veinte genes. Y para traducir estos veinte genes a las veinte proteínas se requiere de un código genético. Pero resulta que el código genético son precisamente esas mismas veinte proteínas. Una paradoja en forma de pez que se muerde la cola. ¿Cómo pudo originarse por evolución el código genético a partir de la materia muerta? Esta es la pregunta que nadie sabe responder. Hace cincuenta años que el evolucionismo intenta solucionar este crucigrama de dimensiones astronómicas sin fruto positivo alguno.
Hasta ahora no se ha podido explicar satisfactoriamente cómo habría podido surgir la vida orgánica por medios naturales a partir de la materia inorgánica. Después de cincuenta años de intentos los investigadores solo confiesan su ignorancia. El propio Miller expresó en la revista de divulgación Scientific American (febrero, 1991): «El problema del origen de la vida se ha vuelto mucho más difícil de lo que yo, y la mayoría de las demás personas, imaginamos».
Sin embargo, no ha sido por falta de intentos. Entre las hipótesis más sobresalientes que han pretendido dar respuesta a este enigma se destacan las seis siguientes: evolución aleatoria, anidad química de los monómeros, sistemas auto-organizables, panspermia o siembra desde el espacio, fosas hidrotermale s marinas y a partir de la arcilla. La primera es también la más clásica y la que tradicionalmente se ha venido enseñando en las escuelas. Según ella, las sustancias químicas de la materia inerte, dado el tiempo suficiente, pudieron agruparse de forma aleatoria en los hipotéticos charcos calientes de la Tierra primitiva. Por más improbable que pueda parecer una reacción química, como la unión espontánea de aminoácidos para formar proteínas o la de nucleótidos para el ADN, si se invierten en ella miles de millones de años, se convierte en probable y capaz de originar la vida.
El principal inconveniente de esta hipótesis es que le falta tiempo. Aunque los quince mil millones de años de edad de la Tierra, según la cronología evolucionista, parezcan una eternidad, lo cierto es que si se hacen bien las cuentas son completamente insuficientes para permitir la aparición de la vida. Los matemáticos aficionados a jugar con los números han señalado que formar así por casualidad una sola proteína de tamaño medio, sería como encontrar un grano de arena teñido de rojo en la inmensidad del Sahara. Es decir, algo absolutamente improbable.
Por su parte, la teoría de la anidad química se basa en una suposición: creer que existe alguna misteriosa atracción especial entre los aminoácidos, todavía por descubrir, que les obliga a unirse de forma espontánea y a formar proteínas. Los experimentos llevados a cabo para detectar esta misteriosa fuerza se realizaron durante la década de los setenta, comprobándose más bien todo lo contrario. No existen preferencias químicas especiales entre los diferentes aminoácidos por lo que la teoría fue abandonada.
La tercera hipótesis se basa en el desequilibrio termodinámico que existe en el universo. Algunos científicos, entre ellos el físico Ilya Prigogine, propusieron que si la energía fluye a través de un sistema a elevada velocidad, puede ocurrir que dicho sistema se vuelva inestable y se convierta en otro sistema más complejo y organizado que el primero. En otras palabras, igual que la llama de una vela produce energía en forma de luz y calor, mientras dispone de oxígeno, la vida podría haber surgido de manera natural a partir de los elementos químicos de la materia inerte. Otro ejemplo común de sistema auto-organizado sería cualquier desagüe. Las moléculas de agua que al principio lo atraviesan de forma desordenada, finalmente adquieren un cierto orden y salen en perfecto remolino. Lo mismo le pasa a las desordenadas moléculas del agua cuando esta se convierte en el más ordenado hielo.
El problema de estos ejemplos es que no son comparables con la complejidad que posee la más pequeña célula viva. El nivel de organización del desagüe de una bañera o de un cubito de hielo no tiene absolutamente nada que ver con el de las estructuras de los organismos. La información y el orden que se requieren para formar cristales de escarcha no pueden compararse con los que posee el perfecto funcionamiento de una célula viva. Sería como equiparar El Quijote con otro libro cuyas mil páginas estuvieran escritas solo con la frase: «novela de caballería», «novela de caballería» y así cientos de miles de veces. Esta tercera teoría no es más que un juego de palabras que no ha conseguido convencer a la comunidad científica.
En cuanto a la siembra de la vida en la Tierra por parte de extraterrestres, o teoría de la panspermia, aunque sea aceptada por ciertos investigadores famosos, como el Dr. Crick, quien participó en el descubrimiento de la estructura del ADN, no es más que una confesión de ignorancia acerca de cómo pudo producirse el origen de la vida por medios puramente naturales. Además, si la vida vino del espacio, de cualquier otra galaxia que poseyera algún planeta con las condiciones adecuadas para generar vida, ¿cómo se originó allá? ¿Qué fuerzas hicieron posible el milagro de la vida a partir de la no-vida? No es más que prolongar el problema y las conjeturas indemostrables.
La quinta teoría se refiere a los agujeros que existen en determinados lugares de los océanos, donde tiene lugar la formación de unos ambientes ecológicos especiales. En zonas donde se separan las placas tectónicas de la corteza terrestre, a miles de metros de profundidad bajo los océanos, suelen producirse en ocasiones ciertas emanaciones de agua caliente cargada de azufre y otras sustancias, que aportan la energía necesaria para que prosperen algunas especies marinas singulares. La existencia de tales ecosistemas actuales llevó a pensar a ciertos investigadores que quizá la vida se originó por primera vez en estos ambientes.
No obstante, los inconvenientes señalados hasta ahora coinciden con los que ya indicó en su momento el propio Miller, las altas temperaturas que se alcanzan en tales surtidores submarinos destruirían las mismas moléculas que deberían formar cuando estas volvieran a circular junto a la fuente de calor. Ningún compuesto biológico soportaría este continuo cambio térmico.
La última y más reciente teoría la propuso el químico escocés A. G. Cairns-Smith, al sugerir que la vida habría podido aparecer en la Tierra primitiva a partir de las moléculas de la arcilla. La estructura cristalina de esta sustancia posee la suficiente complejidad como para actuar de molde para otras moléculas que hubieran podido ser las antecesoras químicas de las biomoléculas. De nuevo, el inconveniente principal es la poca información que posee la arcilla. Sus moléculas son complejas, pero muy repetitivas. Estamos otra vez ante el ejemplo de El Quijote, mucho orden pero poca información. No obstante, las moléculas de los seres vivos son mensajes que contienen una gran información. Cualquier arcilla que sirviera de molde a una primera molécula viva debería haber tenido también mucha información, y esto no se observa en ningún barro actual.
La conclusión al problema del origen de la vida por medios exclusivamente naturales es que después de casi medio siglo de experimentos e investigaciones solamente se ha podido llegar a una auténtica y sincera confesión de ignorancia. Nadie sabe a ciencia cierta cómo pudo producirse. Llegado este punto cabe la siguiente reflexión: si no se ha descubierto el origen químico de la vida por medios naturales después de tantos años de estudio, si no parece haber una explicación natural al problema, ¿no es tiempo ya de que se contemple la explicación sobrenatural? ¿Acaso no apunta todo esto en la dirección inequívoca de Dios? La ciencia actual no le cierra la puerta al Dios Creador del que habla la Biblia, sino que se la abre de par en par. Los nuevos descubrimientos vienen a confirmar que la fe de los cristianos tiene unos fundamentos sólidos y no es un salto a ciegas en el vacío, como algunos pretenden.